En
los años ochenta pasaron muchas cosas, pero no todas se recuerdan
por igual. Entre 1979 y 1985 la literatura española conoció la
singular explosión literaria de Rafael Soler, un escritor valenciano
que publicó cuatro novelas (El grito, El corazón del lobo, El
sueño de Torba y Barranco),
un libro de poemas (Los sitios interiores -sonata urgente-)
y dos libros de relatos (El mirador y
Cuentos de ahora mismo). En ese
mismo período de tiempo recibió el Premio Cáceres de novela
(1982), el accésit Emilio Hurtado (1981), el Premio Ateneo de La
Laguna (1980), el accésit del Premio Nacional de Poesía Juan Ramón
Jiménez (1980), el premio de la Primera Bienal Literaria Ámbito
Literario (1978), la Tercera Hucha de Oro en 1978, y la Hucha de
Plata en 1981, 1982 y 1985.
Después
de semejante demostración de fuerza estética, y con una incipiente
pero monárquica galería de trofeos, su mundo interior dejó de
publicar durante más de dos décadas hasta el 2009, momento en el
que regresa de la mano del editor Pablo Méndez con un libro de
poemas (Maneras de volver),
seguido de otro poemario en el 2011 (Las cartas que te
debía), así como la reedición
de su novela El corazón del lobo ya
en el 2012, gracias a Ediciones Evohé.
Un
vistazo rápido al recorrido literario de Rafael Soler descubre, ante
la mirada de cualquiera, un prolongado paréntesis desde su eclosión
en los primeros ochenta hasta su vuelta en el 2009. Y uno se
pregunta: ¿Por qué ese silencio? ¿Qué sucedió (o no) entre 1985 y
2009? ¿Merece la pena buscar cuáles fueron las razones del parón?
¿Tiene sentido volver? Las preguntas parecen (y solo parecen)
inevitables, pero en realidad se podría contestar con nuevas
preguntas: ¿Hay que publicar sí o sí? ¿Es noble escribir sin
tener algo que contar? ¿Es obligatoria una cronología literaria
continua? ¿Un libro es solo del que lo escribe o una mezcla de
mentes entre lectores y autores? Estas preguntas, a modo de
réplica, podrían ser suficientes para explicar las posibles causas del silencio de Rafael Soler, y al mismo tiempo se podría
entablar un productivo diálogo sobre tópicos más o menos dañinos
acerca de la creación. En cualquier caso, y a modo de conclusión,
no estaría de más darse cuenta de la evidencia de que no publicar
no significa no escribir, como no hablar no significa no pensar.
Pero,
a nuestro juicio, todas estas divagaciones no son el núcleo del
problema. El caso es que tenemos un libro sobre la mesa (El
corazón del lobo) y que estamos
vivos. La cuestión central es si ese libro sigue o no
trasmitiéndonos su vibración cuando nuestros dedos lo tocan, si
esas palabras siguen encontrando el camino hacia nuestro corazón, si
siguen hablándonos al oído y haciéndonos preguntas años después
de haber sido escritas. La cuestión, más allá de las décadas o no
de silencio y de las galerías de trofeos, es si ese libro nos
transmite todavía vida, esa vida que solo la verdadera literatura es
capaz de capturar y transmitir sobreviviendo al tiempo.
Muchos
hablan de juventud para diagnosticar la capacidad de un libro o un
autor para transmitir vida, y puede ser que en parte tengan razón.
Pero ¿Cómo se mide la juventud de un escritor? ¿Cómo se mide su
capacidad para transmitir vida a través de un texto? Es una pregunta
aparentemente fácil, pero la respuesta no figura, como cabría
esperar, en ningún carnet de identidad ni en ninguna partida de
nacimiento. La juventud de un escritor, su capacidad para transmitir
vida, es algo extraño porque una vez queda escrita la página,
entregada al editor y a los ojos de los lectores, lo que el autor
dejó escrito se convierte en una existencia que deja de
pertenecerle. Los lectores se transforman así en una especie de
vampiros al revés, que resucitan el texto y lo devuelven a la vida
cada vez que lo leen. De esta manera la vida se duplica. Dostoyevski,
monumento de escritores y modelo de buscadores de palabras, está más
muerto que muerto, como cuerpo, en el Monasterio de Alejandro Nevski.
Es una evidencia, una constatación indiscutible: ya no es nada más
que un cuerpo reducido a cenizas, polvoriento y olvidado, sin nada
que poder decir. Pero lo cierto es que lo resucitamos cada vez que
abrimos Crimen y castigo
y los personajes reanudan su danza, una danza interminable de
personajes de guardia. Aún así, también es verdad que no basta
solo con un mecánico abrir de páginas para volver a la vida un
texto. La página que resucita pasados los años debe tener una savia
incorruptible. El vampiro-lector, que espera su dosis de vida,
necesita que la prosa posea su propia mirada, su movimiento, la
desenvoltura imperfecta de esa inyección de fluidos que llamamos
vida. En realidad no es juventud lo que busca en el texto un
vampiro-lector. Realmente lo que busca es vigor. Por esta razón
podríamos sustituir, para ser justos, la palabra juventud por la
palabra vigor. Y Rafael Soler es de esos escritores vigorosos que,
como Dostoyevski, duplican la vida, nos marean como un fluido que
asciende por las venas del texto, y nos hace ser más nosotros siendo
otros, a través de sus personajes. De esta manera, deja la juventud
de ser un problema cronológico y pasa a ser un problema sanguíneo,
una cuestión del sistema circulatorio que se establece entre el
texto y el lector. Y es que Rafael Soler es un escritor básicamente
sanquíneo, circulatorio, transmisor de vida. Pero, a diferencia de
Dostoyevski, cuerpo olvidado, está también vivo fuera de la página
y todavía puede darnos más vida directamente de su cuerpo, a través
de sus palabras.
El
corazón del lobo, novela que
reedita Intravagantes en 2012, narra la historia de pareja de
Alberto y Ana y sus potenciales o consumados amantesamigos Alejandro
y Fanny. Es una novela que elimina conscientemente todos los nexos
narrativos y acotaciones de la novela tradicional (incluso de la más
moderna), reduciendo la narración a la transmisión de lo esencial,
convirtiéndose en torrente de literatura, en voz de voces. Rafael
Soler innova, juega con la forma, pero no es la suya una innovación
vana, no es su juego mero formalismo. Las cosas suceden en El
corazón del lobo como suceden en la vida, sin pedir
explicaciones. Los impulsos, las imagenes y los sonidos se superponen
y se entrecruzan. Rafael Soler rompe formas y es sabia mezcla de
contrarios, del mundo exterior e interior, hondura y vanguardia,
experimentación y profundidad. Vanguardia humanizada, dotada de
contenido; vanguardia honda, si se quiere. Eleva la vida corriente a
categoría de arte. Sería imposible acotar una región de la novela
porque Rafael Soler nos habla del terreno de la intimidad y esa
intimidad es una intimidad infinita. Su mundo temático es el mundo
temático de cualquiera, y quizá sea esa su magia. Como ha sucedido
siempre en la poesía, Rafael Soler renueva con su prosa los temas
que han latido y latirán en todos los corazones de todas las
generaciones, haciendo suya una voz, renovando el lugar común con
solo su contacto. Por eso es indiferente a las décadas, a los vacíos
vaivenes de la prosa o el verso. Rafael Soler y El corazón del
lobo es lo más cerca que la prosa puede estar de la poesía. Y
es la suya una voz multitudinaria e íntima, dotada de un prodigioso
cerebro sintáctico para las idas y
venidas en el tiempo, el lugar y la mente. Maestro semántico y
guiador en la fina exploración léxica del mundo, lleva de la mano a
nuestros sentidos, pero
con alma y verdad, sin fingimientos. La literatura de Rafael Soler
incluye todos los ritmos (o tantos que no podemos contarlos,
solo seguirlos) de la misma manera que la vida nos incluye y es
sinfonía infinita, y tiene todas las músicas. El corazón del
lobo es página que late,
palabra que nos toma de la mano y tira de nosotros, sonido que vibra
y nos empuja. Gracias, Rafa, por darnos otra vez la vida.
El corazón del lobo
Rafael Soler
Colección Intravagantes
Ediciones Evohé 2012