Si nos mostraran las iniciales JFK
como si fueran una de esas manchas que enseñan los psicólogos para
ver lo que nos pasa por dentro, nos vendría a la mente aquel
político americano recorriendo las calles de Dallas en un
descapotable, acompañado de su mujer y con el cráneo atravesado por
varios balazos. En
esta ocasión, sin embargo, les invitamos a que esquiven esas
desagradables imágenes criminales y políticas de los años sesenta
para establecer otra relación no menos potente: JFK, la
última novela de Sergio Galarza.
El escritor peruano afincado en Madrid
nos ofrece la segunda entrega de su trilogía madrileña que ya
iniciara con su anterior publicación, Paseador de perros (Candaya
2009), para contarnos
la historia de J. Fernández Klimkiewicz, un
joven de barrio que acaba dedicándose profesionalmente al oficio de
escort. Para quien no lo
sepa, JFK explica en la primera página de la novela en qué consiste
eso:
Algunos
pensarán que mi nombre es una broma y otros que solo soy un puto
chapero, pero ¡cuál es la diferencia! Sé que para muchos un escort
y un chapero son lo mismo, aunque los dos comparten menos
similitudes de las que podrían imaginarse. Un escort,
grabénselo, es un terapeuta.
JFK va y viene por las calles de
Madrid atendiendo las llamadas de sus clientes y asistimos a un
desfile de personajes que deambulan por su diván psicosexual:
ejecutivos, amas de casa aburridas, gente que busca compañía o simplemente quiere sentirse deseada. La voz del scort nos
acerca las intimidades de esa ciudad de necesitados y lo hace bien.
Nos cuenta a través de sus ojos lo que sucede en los dormitorios, en
los salones de las casas, en las oficinas, en los apartamentos, en
los hoteles. Su discurso está buscando continuamente una
dignificación de su oficio y acaso nos arroja una nueva manera de
entender las jerarquías. Es un personaje que huye de las
intelectualizaciones pero continuamente se hace preguntas: ¿Qué
necesitamos? ¿Qué nos hace felices? ¿Por qué la tristeza? ¿Cómo
se deterioran las relaciones humanas? Y es que una buena novela no da
respuestas sino que debe formular/reformular las preguntas de una
manera especial. JFK busca un sentido estético a la vida, un sentido
de autenticidad en la intensidad de lo vivido a través del afán de desnudar
las cosas para verlas con toda su crudeza. Al final, nos quedan en la
página trozos de vida en forma de palabras (no es poco) que nos
ayudan a recomponer el interminable puzzle que todos llevamos dentro.
La atmósfera psicológica de la
ciudad está absolutamente aprehendida, pero no es JFK una
novela de mero ambiente. JFK es la ciudad que nos rodea y la
que todos llevamos dentro, una búsqueda del origen de la desilusión
y un consuelo encontrado apenas en unos fogonazos de vida que nos
conmueven: una película, una canción, las palabras de un amigo, un
abrazo en el último momento, unos billetes escondidos para alguien
que los necesita pero jamás los pediría.
JFK es
también una novela que reflexiona sobre la familia y sus trampas, los silencios, las inevitables inercias, las incógnitas en forma de
fingimientos y la imposibilidad de vivir sin llevar una máscara. Encontramos en sus paginas a un padre que
parece nacido de una fotocopiadora y trabaja en una imprenta, a una
madre fiable como un electrodoméstico irrompible, a un hijo que acabó
como escort porque
todas las decisiones no son iguales y a veces somos elegidos y no
elegimos. Éramos una familia de mentirosos,
dice JFK en un momento del libro. Y quizá sea el tema de la familia
la columna vertebral invisible que sostiene la novela. En ese
sentido, JFK es una
novela que va más allá del esteticismo y ahonda en las
preguntas importantes. No es mero formalismo o catálogo de
referencias al que cierto tipo de escritores modernos nos tienen
cansinamente acostumbrados. La aparición de los elementos culturales
que sirven de referencia a la arquitectura emocional del personaje
(canciones, programas de radio, Dios manta, películas, imágenes,
estética en definitiva) emerge con natural necesidad, sin
exhibiciones de erudición hipster.
Sergio Galarza demuestra que puede
atravesar el mundo con una prosa sencilla que no caiga en lo simple o
lo vulgar. Enseña a los aprendices de Bukowski que, en literatura,
los disfraces sencillos no tienen porque ser más baratos. Sabe que
lo sencillo no excluye el matiz, sino que lo contiene. Nos dice a
cada página: había una manera de decir eso que nos pasaba, y no era
tan difícil, pero de cerca que estaba no lo veíamos. Para muestra
un botón:
Me vanaglorio de mis poderes para
detectar los puntos frágiles de las personas que solicitan mi ayuda,
pero siempre fui incapaz de saber qué había dentro de mi amigo y
tampoco me preocupé por descubrirlo. Es algo típico que ocurre con
la gente que tienes más cerca, como cuando le pones una etiqueta a
una caja sin saber qué contiene.
La novela nos enseña que huir es una
forma de vida y un final que nunca acaba o nos conduce siempre a
alguna parte, como el final de Los cuatrocientos golpes: …
una mañana me despertaría listo para empezar de nuevo, sin pasado,
ni muertes, ni clientes invadiendo mi sueño con llamadas
desesperadas, proclama JFK, como manifiesto de su huida. JFK
huye a pesar de la velocidad (… todo ocurría como en un
videoclip: las imágenes pasaban de una forma tan violenta que me era
imposible detenerlas para anilizarlas,) y lo hace porque el
mundo a veces se derrumba y hay gente que nos quiere donde se supone
que deberíamos estar y nos lo recuerda cuando queremos levantarnos:
… eres un puto
-Ya no, lo dejé.
-Eso es lo que tú crees, toda la
vida serás un puto, aunque te cases y tengas hijos.
Sigue batallando Galarza, en esa
carrera, con el difícil y arriesgado deporte literario del alter
ego. Ya lo hizo en Paseador de perros y en JFK da
un paso adelante. Se advierte una evolución en el escritor que sigue
afilando su cuchillo libro tras libro, sin caer en lo convencional ni
en una inercia perezosa. Solo alguien que busca en las palabras como
él lo hace puede acabar dando con frases como: Dibujaba sonrisas
inútiles que se derretían como plástico tirado al fuego. Impecable
Galarza. Lejos de acomodarse en la autocomplacencia o en la
literatura confesional, construye un personaje tupido que posee
existencia propia, un lugar, unos lazos, un conflicto, una búsqueda,
y no es mera extensión del que maneja los hilos de la ficción.
Cuando me retire tendrán que darme un premio a mi trayectoria
como actor dice JFK, algo que podría interpretarse como una
ironía de la voz de Sergio Galarza, escondida detrás de la de JFK
(que no es él).
JFK
Sergio Galarza
Editorial Candaya 2012
JFK
Sergio Galarza
Editorial Candaya 2012
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